Una educación que busca la unidad entre Fe y Razón

Así como perfeccionamos las ciencias, debemos perfeccionar la moral, sin la cual el saber se destruye. (Isaac Newton)







sábado, 19 de noviembre de 2011

El malestar educativo que atravesamos

Por cardenal Caffarra
Inauguración del Año Académico en la Lateranense ROMA,
jueves 10 de noviembre de 2011 (ZENIT.org).-


La emergencia educativa y el gran valor de la educación como instrumento de libertad fueron los temas centrales del discurso del cardenal Carlo Caffarra, arzobispo de Bolonia, en la inauguración del Año Académico en la Universidad Pontificia Lateranense.

La reflexión del purpurado partió con una provocación: “¿No es mejor que la responsabilidad del educador se limite a los confines de la transmisión del saber, del saber cómo vivir y cómo convivir?”La pretensión de limitar la educación a una fría transmisión de “simples reglas de comportamiento”, además de ”formales y privadas de contenido”, es la base del “malestar educativo que estamos atravesando”, afirmó monseñor Caffarra.El enfoque pedagógico “reduccionista” antes mencionado es también consecuencia de un “grave error antropológico”, determinado por la contraposición entre “libertad” y “pertenencia”, y al prejuicio según el cual la persona verdaderamente libre es “la persona que no pertenece a nadie”.

La libertad, prosiguió Caffarra, “no nace de la nada” sino de “la confrontación entre la propuesta de vida (que se funda sobre una visión del mundo y del hombre) hecha por el educador, y la subjetividad de la persona que se está desarrollando, que se debe educar”.El hecho educativo, por tanto, pone al educando en la libertad de elegir y de verificar: tiene como presupuesto “la confianza en la razón”.Si no existiese una “verdad acerca del bien de la persona” y toda propuesta de vida fuese “una opinión no compartida racionalmente”, el educador no tendría ningún derecho a proponer su propia visión del mundo y del hombre.Caffarra prosiguió: “si partimos de la certeza de que existe una verdad acerca del bien de la persona; que existe consiguientemente un bien común entre las personas, la eventual controversia sobre las razones de convicciones también opuestas no se convierte nunca en una controversia entre rivales. Se convierte en un encuentro entre aliados en la búsqueda común de la verdad”.¿Cuál es, por tanto, el mejor antídoto contra el mal del relativismo educativo?

A este propósito el cardenal Caffarra citó un verso de Virgilio: Incipe, parve puer, risu cognoscere matrem(Virgilio, Égloga IV, 60)”.Los versos virgilianos significan que el hombre, desde niño, lleva dentro de sí una petición de verdad (“¿Qué es lo que es?”) y una petición de bien (“lo que es ¿me es hostil o benevolente?”), la respuesta está “en el modo en el que la madre le sonríe, lo acoge”. La verdad, por tanto, está en el bien. “Un rostro indiferente, el rostro de la esfinge no hace nacer un yo libre”, observó Caffarra.Se llega así al descubrimiento de “una dimensión dramática de la responsabilidad del educador: el educador es responsable, es custodio de la verdad del ser, y de la verdad acerca del bien de la persona”, añadió el arzobispo de Bolonia.El educador, por tanto, es el “responsable del nacimiento de un yo, no simplemente libre, sino verdaderamente libre porque es libremente verdadero”.La educación no puede reducirse a la mera “instrucción”, en cuanto a que al verdadero educador no le interesa que el educando “aprenda algo”, sino “que se convierta en alguien”.Para que la educación reencuentre un perfil humano elevado es necesario el testimonio por parte del educador: esta no es una simple enseñanza que toca sólo el intelecto sino que debe afectar íntimamente a la persona.La coherencia del ejemplo de vida es un camino obligatorio para el educador. Si este “contradice con su comportamiento lo que propone, normalmente su propuesta no tiene ningún valor”.No se puede pretender que el educador no se equivoque nunca, sin embargo “reconocer el error es profundamente educativo”, observó el cardenal.Otra dimensión de la responsabilidad del educador consiste en la “responsabilidad de testificar la verdad sobre el bien de la persona”, como hizo Sócrates, definido por Caffarra como “el primer gran educador en Occidente porque testificó en contra del poder por el bien de la persona hasta sufrir la muerte”.Tres son, en definitiva, las responsabilidades del educador: “la responsabilidad del nacimiento de un yo verdaderamente libre y libremente verdadero”; “la responsabilidad de la custodia de la verdad sobre el bien de la persona”; y “la responsabilidad del testimonio de la verdad sobre el bien del hombre”.

Según Caffarra, la fuente de esta triple responsabilidad del educador reside, siguiendo a Romano Guardini, en la responsabilidad del educando, considerado en su extraordinaria unicidad. Y es sólo el amor cristiano el que permite tomar este aspecto, ya que “la educación es un asunto del corazón”, concluyó Caffarra, citando a san Juan Bosco.

sábado, 9 de julio de 2011

El éxito escolar..., ¿de qué depende?




Religión en Libertad

8 de julio de 2011


Según la Evaluación General del Diagnóstico 2010 -que analiza las competencias adquiridas por estudiantes de 2º de ESO de toda España-, el estatus social, cultural y económico de las familias y el número de libros existentes en el domicilio familiar influyen de forma determinante en el nivel de conocimientos de los alumnos.

Para la Concapa (Confederación Católica Nacional de Padres de Familia y Padres de Alumnos) "la respuesta a estos datos por parte de las administraciones educativas debería ser invertir significativamente en la formación de padres para que repercuta en un mejor nivel educativo de los hijos, y tener más en cuenta a la familia" que resulta determinante en la formación de los escolares.

En cuanto a las recientes afirmaciones del secretario de Estado de Educación, Mario Bedera, de que la repetición de curso no sirve para nada, la Concapa opina que "lo que resulta inviable es que los alumnos promocionen sin la base mínima de conocimientos para acceder al siguiente curso, porque con ello sólo se conseguirá su desmotivación y el perjuicio para el resto de la clase". El informe pone también en evidencia la gran diferencia de conocimientos entre los alumnos en función de la Comunidad Autónoma en la que estudien, demanera que, por ejemplo, hay un curso de diferencia entre los de Madrid y los de Andalucía. "Estos datos apoyan de nuevo la necesidad de abandonar este sistema educativo obsoleto, basado en la LOGSE, que nos ha llevado a estar en la cola de los países de la OCDE y a que nuestros jóvenes presenten altas tasas de desempleo y abandono", afirman desde la Concapa. Y manifiestan su apoyo al Bachillerato de Excelencia que anunció Esperanza Aguirre y pondrá en marcha la Comunidad de Madrid el curso que viene, porque "supone premiar y valorar el esfuerzo, convirtiéndose también en un estímulo para todos los alumnos".

domingo, 1 de mayo de 2011

El liderazgo ético







Por D. Alfred Sonnenfeld*


Liderazgo ético: Fundamentos de la grandeza humana en tiempos de crisis y decadencia



La silueta del sabio, del buen líder, muestra un único perfil; en todas sus acciones se presenta de modo idéntico porque, sobre todo, el líder es coherente. El buen líder inspira confianza precisamente por llevar una vida coherente. Esa coherencia que en nuestros tiempos aparece con frecuencia como una provocación, es la que nos hace ser verdaderos líderes, en primer lugar de nosotros mismos y, en segundo lugar de los demás.



Es un hecho conocido que la capacidad de discernir entre lo justo y lo injusto puede adulterarse cuando interviene nuestro interés personal. A menudo advertimos cómo alguien, cuando anda de por medio su propio interés, no sólo es menos minucioso con la honradez de su conducta, sino que llega a perder el fino sentimiento que tenía de ella cuando no se hallaba en juego su beneficio personal, que le ha llevado a volverse ciego para ciertos valores en esa determinada situación. Su mirada hacia los valores se ha enturbiado y se ha vuelto insensible, porque le falta haberse familiarizado con los valores.

El gran pensador griego Aristóteles denominaba “Eudaimonia”, llevar una vida lograda en su totalidad. A la ética, a la moral, le interesa el Bien no tan sólo bajo un aspecto sectorial como sería la medicina o la economía o la arquitectura o el arte sino el bien en su totalidad. Una perspectiva específica de la ética es el liderazgo, que podríamos definir como aprender a vivir de modo que mi existencia alcance la plenitud a la que está destinada en su totalidad.

El buen líder no nace como tal: llega a serlo a través del esfuerzo de sacrificar su egoísmo precisamente cuando nadie le puede obligar a ello. La autoridad se adquiere con la forja del propio carácter y no se impone sino que se inspira a los demás. El poder sólo es capaz de influir a través de la coacción externa. Si el director de una empresa se limita a echar mano del poder que ejerce sobre sus subordinados, estaría recurriendo a la famosa política del “palo y la zanahoria”: hay que colgar la zanahoria (recompensa) delante de los subordinados para motivarles y transmitir una razonable cantidad de temor con el palo (castigos o pérdida de trabajo) si no se logra realizar lo encomendado. La autoridad, por el contrario, es la capacidad que tiene una persona para apelar eficazmente a motivos trascendentes de otras personas.

Un aspecto importante de la honestidad es ayudar a las personas no sólo a que desarrollen todo su potencial, sino también a que asuman responsabilidades y de ese modo sepan trabajar en equipo. La confianza es un requisito importante para decidir sabiamente. Otra forma de honestidad es liberarse de conductas incoherentes tales como la falta de fiabilidad, las murmuraciones, trapisondas, difamaciones o traiciones.

François Michelin dijo una vez: “Cada vez que me encuentro con alguien, me pregunto: ¿Cuál es el diamante que se halla oculto en él? Todos esos diamantes que nos rodean componen una fantástica corona cuando uno sabe verlos”.

El verdadero líder ha de ser una persona virtuosa. No se trata por tanto de que las consecuencias de su actuar sean estratégicamente correctas, sino de que él viva lo que está diciendo y aconsejando. Las virtudes perfeccionan al hombre en su totalidad y no solamente bajo un aspecto sectorial. La persona virtuosa ve más y establece correctamente la jerarquía de valores. No se deja engañar por un plato de lentejas como lo ocurrió a Esau. La virtud de la prudencia nos ayuda a ver aquellas cosas que son relevantes para la vida considerada como un todo, como vida humana. Es la sabiduría la que conduce a la vida lograda y que perfecciona la capacidad ejecutiva del hombre.

Los líderes de empresa a menudo se definen como grandes visionarios, planificadores estratégicos, expertos en organización y genios tácticos. Esta tendencia a glorificar sólo sirve para hacerlo más distante e inalcanzable para los padres, jefes, formadores, maestros etc. No debemos olvidar que, cuando aceptamos ser líderes, asumimos libremente una gran responsabilidad. Pensemos en la tremenda responsabilidad de ser padres, maestros, formadores, sacerdotes. El impacto a veces tan grande que tienen sobre otras personas. Los líderes tienen que decidir si están ó no están dispuestos a dar lo mejor de sí mismos por aquellos a los que dirigen. El líder con excelencia está dispuesto a involucrarse por aquellos que dependen de él; tiene un interés personal en que sean verdaderamente felices y para ello ha de saber servirles. Quien no sirve a los demás acaba sirviéndose de ellos. El servicio engrandece al hombre que lo practica porque lleva consigo una gran capacidad de vencerse a sí mismo y un aprecio grande a los demás.

El líder ha de trascender su propio mundo, salir de sus cosas, para poder así entrar, con empatía, en el mundo de sus subordinados, haciéndose disponible. Al contemplar a Madre Teresa de Calcuta en su deseo de servir a los moribundos abandonados en medio del ajetreo de las calles, nos preguntamos porqué esos desvelos? Lo que la mueve a trabajar por los abandonados y despreciados sólo se puede expresar con una palabra: amor. Con el amor se está tomando partido decididamente por el amado

Aquí percibimos el verdadero motor de nuestras acciones, la fuerza que, sin desfallecer, nos empuja hacia esa meta de llegar a ser un buen líder. Cuanto más amor ponemos en nuestras acciones, mayor bien hacemos a los demás y, en consecuencia, mejores personas nos vamos haciendo. Es decir, que, sin temor, puede afirmarse que el mejoramiento ético de una persona depende de sus acciones libremente orientadas a ayudar a otras.

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* D. Alfred Sonnenfeld visitará nuestro colegio el día 26 de mayo, jueves, a las 17:30 horas para impartir una conferencia que se enmarca dentro del plan de formación de nuestros profesores y padres.

domingo, 24 de abril de 2011

¿Es verdaderamente importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación?

Homilía Vigilia pascual
Por Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Dos grandes signos caracterizan la celebración litúrgica de la Vigilia pascual. En primer lugar, el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual, que en la procesión a través de la iglesia envuelta en la oscuridad de la noche se propaga en una multitud de luces, nos habla de Cristo como verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla del Resucitado en el que la luz ha vencido a las tinieblas. El segundo signo es el agua. Nos recuerda, por una parte, las aguas del Mar Rojo, la profundidad y la muerte, el misterio de la Cruz. Pero se presenta después como agua de manantial, como elemento que da vida en la aridez. Se hace así imagen del Sacramento del Bautismo, que nos hace partícipes de la muerte y resurrección de Jesucristo.

Sin embargo, no sólo forman parte de la liturgia de la Vigilia Pascual los grandes signos de la creación, como la luz y el agua. Característica esencial de la Vigilia es también el que ésta nos conduce a un encuentro profundo con la palabra de la Sagrada Escritura. Antes de la reforma litúrgica había doce lecturas veterotestamentarias y dos neotestamentarias. Las del Nuevo Testamento han permanecido. El número de las lecturas del Antiguo Testamento se ha fijado en siete, pero, de según las circunstancias locales, pueden reducirse a tres.

La Iglesia quiere llevarnos, a través de una gran visión panorámica por el camino de la historia de la salvación, desde la creación, pasando por la elección y la liberación de Israel, hasta el testimonio de los profetas, con el que toda esta historia se orienta cada vez más claramente hacia Jesucristo. En la tradición litúrgica, todas estas lecturas eran llamadas profecías. Aun cuando no son directamente anuncios de acontecimientos futuros, tienen un carácter profético, nos muestran el fundamento íntimo y la orientación de la historia. Permiten que la creación y la historia transparenten lo esencial. Así, nos toman de la mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran la verdadera Luz.

En la Vigilia Pascual, el camino a través de las sendas de la Sagrada Escritura comienzan con el relato de la creación. De esta manera, la liturgia nos indica que también el relato de la creación es una profecía. No es una información sobre el desarrollo exterior del devenir del cosmos y del hombre. Los Padres de la Iglesia eran bien concientes de ello. No entendian dicho relato como una narración del desarrollo del origen de las cosas, sino como una referencia a lo esencial, al verdadero principio y fin de nuestro ser.

Podemos preguntarnos ahora: Pero, ¿es verdaderamente importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación? ¿No se podría empezar por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre, forma un pueblo y crea su historia con los hombres sobre la tierra? La respuesta debe ser: no. Omitir la creación significaría malinterpretar la historia misma de Dios con los hombres, disminuirla, no ver su verdadero orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso los orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión de fe comienza con estas palabras: "Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra". Si omitimos este comienzo del Credo, toda la historia de la salvación queda demasiado reducida y estrecha.

La Iglesia no es una asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades religiosas de los hombres y, por eso mismo, no limita su cometido sólo a dicha asociación. No, ella conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el principio de todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto tenemos una responsabilidad con la creación. Nuestra responsabilidad llega hasta la creación, porque ésta proviene del Creador. Puesto que Dios ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida.

La vida en la fe de la Iglesia no abraza solamente un ámbito de sensaciones o sentimientos o quizás de obligaciones morales. Abraza al hombre en su totalidad, desde su principio y en la perspectiva de la eternidad. Puesto que la creación pertenece a Dios, podemos confiar plenamente en Él. Y porque Él es Creador, puede darnos la vida eterna. La alegría por la creación, la gratitud por la creación y la responsabilidad respecto a ella van juntas.

El mensaje central del relato de la creación se puede precisar todavía más. San Juan, en las primeras palabras de su Evangelio, ha sintetizado el significado esencial de dicho relato con una sola frase: "En el principio existía el Verbo". En efecto, el relato de la creación que hemos escuchado antes se caracteriza por la expresión que aparece con frecuencia: "Dijo Dios". El mundo es un producto de la Palabra, del Logos, como dice Juan utilizando un vocablo central de la lengua griega. "Logos" significa "razón", "sentido", "palabra". No es solamente razón, sino Razón creadora que habla y se comunica a sí misma. Razón que es sentido y ella misma crea sentido.

El relato de la creación nos dice, por tanto, que el mundo es un producto de la Razón creadora. Y con eso nos dice que en el origen de todas las cosas estaba no lo que carece de razón o libertad, sino que el principio de todas las cosas es la Razón creadora, es el amor, es la libertad. Nos encontramos aquí frente a la alternativa última que está en juego en la discusión entre fe e incredulidad: ¿Es la irracionalidad, la falta de libertad y la casualidad el principio de todo, o el principio del ser es más bien razón, libertad, amor? ¿Corresponde el primado a la irracionalidad o a la razón? En último término, ésta es la pregunta crucial.

Como creyentes respondemos con el relato de la creación y con Juan: en el origen está la razón. En el origen está la libertad. Por esto es bueno ser una persona humana. No es que en el universo en expansión, al final, en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos se formara por casualidad una especie de ser viviente, capaz de razonar y de tratar de encontrar en la creación una razón o dársela. Si el hombre fuese solamente un producto casual de la evolución en algún lugar al margen del universo, su vida estaría privada de sentido o sería incluso una molestia de la naturaleza. Pero no es así: la Razón estaba en el principio, la Razón creadora, divina. Y puesto que es Razón, ha creado también la libertad; y como de la libertad se puede hacer un uso inadecuado, existe también aquello que es contrario a la creación.

Por eso, una gruesa línea oscura se extiende, por decirlo así, a través de la estructura del universo y a través de la naturaleza humana. Pero no obstante esta contradicción, la creación como tal sigue siendo buena, la vida sigue siendo buena, porque en el origen está la Razón buena, el amor creador de Dios. Por eso el mundo puede ser salvado. Por eso podemos y debemos ponernos de parte de la razón, de la libertad y del amor; de parte de Dios que nos ama tanto que ha sufrido por nosotros, para que de su muerte surgiera una vida nueva, definitiva, saludable.

El relato veterotestamentario de la creación, que hemos escuchado, indica claramente este orden de la realidad. Pero nos permite dar un paso más. Ha estructurado el proceso de la creación en el marco de una semana que se dirige hacia el Sábado, encontrando en él su plenitud. Para Israel, el Sábado era el día en que todos podían participar del reposo de Dios, en que los hombres y animales, amos y esclavos, grandes y pequeños se unían a la libertad de Dios.

Así, el Sábado era expresión de la alianza entre Dios y el hombre y la creación.
De este modo, la comunión entre Dios y el hombre no aparece como algo añadido, instaurado posteriormente en un mundo cuya creación ya había terminado. La alianza, la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación así como la creación es el presupuesto exterior de la alianza. Dios ha hecho el mundo para que exista un lugar donde pueda comunicar su amor y desde el que la respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios.

En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro.

La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo de Dios. Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este encuentro ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja, por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos. Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado, el séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio resulta aún más claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de descanso se corresponde también con una lógica natural.

Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito. El primer día de la semana era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto, tenía en sí algo de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que había muerto vivía de una vida que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había inaugurado una nueva forma de vida, una nueva dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis, es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo nuevo en el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva creación.

Nosotros celebramos el primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación. Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador y de su creación. Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo, como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos el primer día, porque sabemos que la línea oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final del relato de la creación: "Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno" (Gen 1, 31). Amén

domingo, 20 de febrero de 2011

Jóvenes y Valores. Parte I


Por Benigno Blanco
Presidente del Foro Español de la Familia

Los jóvenes de hoy tienen la misma naturaleza humana que han tenido los jóvenes siempre desde Caín y Abel; ni tienen más hormonas que sus antecesores, ni son más malos ni menos moldeables por el esfuerzo educativo que los de generaciones anteriores, ni están menos predispuestos hacia el bien que los de otras épocas. Por lo tanto, lo primero que hay que rechazar al pensar en ellos y en cómo transmitirles valores es el pesimismo: hoy educar en valores es tarea tan apasionante, compleja y cargada de dificultades como siempre; ni más ni menos. Lo singular del esfuerzo educativo hoy no dimana de ninguna característica extraña en nuestros jóvenes, sino de la necesidad de afrontar directamente y con mucho realismo las dificultades específicas que nuestra época plantea a la tarea de ser buenos.
Una familia que hoy día quiera educar bien, que quiera transmitir valores positivos a sus hijos, tiene primero que aclararse ella sobre en qué consiste ser buena persona, pues solo así podrá saber en qué quiere que se convierta su hijo, solo así sabrá hacia dónde orientar el proceso educativo. Y hoy día hay muchas familias, hay muchos adultos –padres, profesores- que no se aclaran sobre en qué consiste ser buena persona; y así no se puede educar. Educar exige como presupuesto, como condición sine quanon, tener razonablemente claro qué cosas son buenas y malas, qué hace al educando bueno o malo. Por eso en el relativismo es imposible educar.
Hoy la mayor dificultad para educar es que muchos de nosotros nos hemos dejado infectar por el virus del relativismo y ya no nos aclaramos sobre qué es una buena persona y así es imposible ayudar al niño y orientarle para llegar a ser buena persona que es en lo que consiste educar: ayudar al niño a extraer todo el potencial de bien y verdad que lleva dentro por ser un ser humano. Por lo tanto el problema hoy para educar no está en los niños; está en los adultos que se han dejado dominar por el relativismo moral y lo transmiten a los educandos. ¡A cuántos niños de hoy nadie les ha dicho jamás que existen cosas buenas y malas, que hay cosas que les hacen buenos y otras que les hacen malos y que podemos distinguir con razonable precisión y certeza unas y otras!. Tales niños no pueden ser buenos pues ser bueno no consiste en no hacer el mal; consiste en enamorarse del bien. Y para enamorarse del bien hay que conocerlo previamente; y para conocerlo alguien tiene que mostrárnoslo. En esto consiste la educación: en mostrar el bien haciéndolo atractivo, deseable, digno de esfuerzo.
Esta es precisamente la esencia de la educación: transmitir valores y hacer atractiva la virtud; poner delante del niño lo bueno, un proyecto ilusionante de ser humano, mostrarle en qué consiste ser bueno y —con gracia— animarle a intentar serlo. Para hacer bien eso basta con saber qué cosas son buenas y qué cosas son malas. Quizá en épocas de una mayor solidez y vigencia social de la cultura cristiana resultaba más fácil educar porque, aunque había menos ciencia pedagógica, existía una mayor claridad sobre en qué consiste ser bueno y malo; hoy algunos padres no tienen esta claridad, y por eso encuentran dificultades suplementarias para educar bien.. En definitiva, educar es bastante fácil si uno sabe en qué consiste ser buena persona; y es muy difícil o imposible si uno no se aclara al respecto.
Los jóvenes de hoy no tienen ningún problema singular con los valores, con el bien. Somos los adultos, una parte de nuestras instituciones sociales y educativas imbuidas de relativismo, quienes hacemos difícil o singularmente problemático a nuestros jóvenes llegar a enamorarse del bien, a ilusionarse con ser buenos, porque no les enseñamos en qué consiste ser bueno, no les hacemos atractivo el bien, les transmitimos dudas e incertidumbres en vez de certezas.

domingo, 30 de enero de 2011

Buscar la verdad


Por José Ramón Ayllón
Escritos ArvoPor J.R. Ayllón
La duda, la opinión y la certeza

¿Qué hace bueno el diagnóstico de un médico? ¿Qué hace buenas la decisión de un árbitro y la sentencia de un juez? Sólo esto: la verdad. Por eso, una vida digna sólo se puede sostener sobre el respeto a la verdad. Pero conocer la verdad no es fácil. De hecho, la credibilidad que otorgamos a nuestros propios conocimientos admite tres grados: la duda, la opinión y la certeza. En la duda fluctuamos entre la afirmación y la negación de una determinada proposición.


Por encima de la duda está la opinión: adhesión a una proposición sin excluir la posibilidad de que sea falsa. El hombre se ve obligado a opinar porque la limitación de su conocimiento le impide alcanzar a menudo la certeza: puede llover o no llover, puedo morir antes o después de cumplir setenta años. La libertad humana es otro claro factor de incertidumbre: hablar sobre la configuración futura de la sociedad o de nuestra propia vida, es entrar de lleno en el terreno de lo opinable. Lo cual no significa que todas las opiniones valgan lo mismo. Si así fuera, se ha dicho maliciosamente que habría que tener muy en cuenta la opinión de los tontos, pues son mayoría. Séneca aconsejaba que las opiniones no debían ser contadas sino pesadas.Llamamos escéptico al que niega toda posibilidad de ir más allá de la opinión.


Por tanto, el escepticismo es la postura que niega la capacidad humana para alcanzar la verdad. La palabra procede del griego sképtomai, que significa examinar, observar detenidamente, indagar. En sentido filosófico, escepticismo es la actitud del que reflexiona y concluye que nada se puede afirmar con certeza, por lo que más vale refugiarse en la abstención de todo juicio. Por fortuna, no todo es opinable. Lo que se conoce de forma inequívoca no es opinable sino cierto. Y no se debe tomar lo cierto como opinable, ni viceversa: no puedes opinar que la Tierra es mayor que la Luna, ni asegurar con certeza que la república es la mejor forma de gobierno.La certeza se fundamenta en la evidencia, y la evidencia no es otra cosa que la presencia patente de la realidad.


La evidencia es mediata cuando no se da en la conclusión sino en los pasos que conducen a ella: no conozco a los padres de Antonio, pero la existencia de Antonio evidencia la de sus padres, la hace necesaria. La existencia de Antonio, al que veo todos los días, es para mí una certeza inmediata; la existencia actual o pasada de sus padres, a los que nunca he visto, también me resulta evidente, pero con una evidencia no directa sino mediata, que me viene por medio de su hijo.La condición limitada del hombre hace que la mayoría de sus conocimientos no se realicen de forma inmediata. Son pocos los hombres que han visto las moléculas, los fondos marinos, la estratosfera o Madagascar. La mayoría de los hombres tampoco han visto jamás, ni verán nunca, a Julio César o a Carlomagno. Sin embargo, conocen con certeza la existencia de esas y otras muchas personas y realidades. Su certeza se apoya en un tipo de evidencia mediata: la proporcionada por un conjunto unánime de testigos. En un caso, la comunidad científica; en otro, las imágenes de todos los medios de comunicación; y si se trata de hechos o personajes del pasado, los testimonios elocuentes de la historia y de la arqueología.


Estas evidencias mediatas se apoyan no en propios razonamientos sino en segundas o terceras personas. Si no admitiéramos su valor, si no creyéramos a nadie, nuestros padres no podrían educarnos, la ciencia no progresaría, no existiría la enseñanza, leer no tendría sentido... Es decir, si sólo concediésemos valor a lo conocido por uno mismo, la vida social, además de estar integrada por individuos ignorantes, sería imposible.


Por tanto, es necesario y razonable dar crédito, creer.¿Puede tener certeza quien cree? Sabemos que la certeza nace de la evidencia. ¿Qué evidencia se le ofrece al que cree? Sólo una: la de la credibilidad del testigo. El que no ha estado en América cree en los que sí han estado y atestiguan su existencia. El que nunca ha visto a Hitler cree a los que sí lo vieron. Y antes que Hitler, Napoleón, el Cid o Nerón. En todos estos casos es evidente la credibilidad de los testigos. Y entre esos casos debemos incluir los que dan origen a algunas creencias religiosas. Por eso, la fe -creer el testimonio de alguien- es una exigencia racional, y su exclusión es una reducción arbitraria de las posibilidades humanas.


sábado, 8 de enero de 2011

Un villancico muy alegre: Emmanuel

jueves, 6 de enero de 2011

domingo, 2 de enero de 2011

Dios se nos ha hecho cercano


Por Benedicto XVI
Mensaje de Navidad 25 de diciembre
Radio Vaticana


Queridos hermanos y hermanas que me escucháis en Roma y en el mundo entero, os anuncio con gozo el mensaje de la Navidad: Dios se ha hecho hombre, ha venido a habitar entre nosotros. Dios no está lejano: está cerca, más aún, es el «Emmanuel», el Dios-con-nosotros. No es un desconocido: tiene un rostro, el de Jesús.

Es un mensaje siempre nuevo, siempre sorprendente, porque supera nuestras más audaces esperanzas. Especialmente porque no es sólo un anuncio: es un acontecimiento, un suceso, que testigos fiables han visto, oído y tocado en la persona de Jesús de Nazaret. Al estar con Él, observando lo que hace y escuchando sus palabras, han reconocido en Jesús al Mesías; y, viéndolo resucitado después de haber sido crucificado, han tenido la certeza de que Él, verdadero hombre, era al mismo tiempo verdadero Dios, el Hijo unigénito venido del Padre, lleno de gracia y de verdad (cf. Jn 1,14).

«El Verbo se hizo carne». Ante esta revelación, vuelve a surgir una vez más en nosotros la pregunta: ¿Cómo es posible? El Verbo y la carne son realidades opuestas; ¿cómo puede convertirse la Palabra eterna y omnipotente en un hombre frágil y mortal? No hay más que una respuesta: el Amor. El que ama quiere compartir con el amado, quiere estar unido a él, y la Sagrada Escritura nos presenta precisamente la gran historia del amor de Dios por su pueblo, que culmina en Jesucristo.

En realidad, Dios no cambia: es fiel a sí mismo. El que ha creado el mundo es el mismo que ha llamado a Abraham y que ha revelado el propio Nombre a Moisés: Yo soy el que soy… el Dios de Abraham, Isaac y Jacob… Dios misericordioso y piadoso, rico en amor y fidelidad (cf. Ex 3,14-15; 34,6). Dios no cambia, desde siempre y por siempre es Amor. Es en sí mismo comunión, unidad en la Trinidad, y cada una de sus obras y palabras tienden a la comunión. La encarnación es la cumbre de la creación. Cuando, por la voluntad del Padre y la acción del Espíritu Santo, se formó en el regazo de María Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, la creación alcanzó su cima. El principio ordenador del universo, el Logos, comenzó a existir en el mundo, en un tiempo y en un lugar.

«El Verbo se hizo carne». La luz de esta verdad se manifiesta a quien la acoge con fe, porque es un misterio de amor. Sólo los que se abren al amor son cubiertos por la luz de la Navidad. Así fue en la noche de Belén, y así también es hoy. La encarnación del Hijo de Dios es un acontecimiento que ha ocurrido en la historia, pero que al mismo tiempo la supera. En la noche del mundo se enciende una nueva luz, que se deja ver por los ojos sencillos de la fe, del corazón manso y humilde de quien espera al Salvador. Si la verdad fuera sólo una fórmula matemática, en cierto sentido se impondría por sí misma. Pero si la Verdad es Amor, pide la fe, el «sí» de nuestro corazón.

Y, en efecto, ¿qué busca nuestro corazón si no una Verdad que sea Amor? La busca el niño, con sus preguntas tan desarmantes y estimulantes; la busca el joven, necesitado de encontrar el sentido profundo de la propia vida; la busca el hombre y la mujer en su madurez, para orientar y apoyar el compromiso en la familia y en el trabajo; la busca la persona anciana, para dar cumplimiento a la existencia terrenal.

«El Verbo se hizo carne». El anuncio de la Navidad es también luz para los pueblos, para el camino conjunto de la humanidad. El «Emmanuel», el Dios-con-nosotros, ha venido como Rey de justicia y de paz. Su Reino —lo sabemos— no es de este mundo, sin embargo, es más importante que todos los reinos de este mundo. Es como la levadura de la humanidad: si faltara, desaparecería la fuerza que lleva adelante el verdadero desarrollo, el impulso a colaborar por el bien común, al servicio desinteresado del prójimo, a la lucha pacífica por la justicia. Creer en el Dios que ha querido compartir nuestra historia es un constante estímulo a comprometerse en ella, incluso entre sus contradicciones. Es motivo de esperanza para todos aquellos cuya dignidad es ofendida y violada, porque Aquel que ha nacido en Belén ha venido a liberar al hombre de la raíz de toda esclavitud.

Que la luz de la Navidad resplandezca de nuevo en aquella Tierra donde Jesús ha nacido e inspire a israelitas y palestinos a buscar una convivencia justa y pacífica. Que el anuncio consolador de la llegada del Emmanuel alivie el dolor y conforte en las pruebas a las queridas comunidades cristianas en Irak y en todo el Medio Oriente, dándoles aliento y esperanza para el futuro, y animando a los responsables de las Naciones a una solidaridad efectiva para con ellas. Que se haga esto también en favor de los que todavía sufren por las consecuencias del terremoto devastador y la reciente epidemia de cólera en Haití. Y que tampoco se olvide a los que en Colombia y en Venezuela, como también en Guatemala y Costa Rica, han sido afectados por recientes calamidades naturales.

Que el nacimiento del Salvador abra perspectivas de paz duradera y de auténtico progreso a las poblaciones de Somalia, de Darfur y Costa de Marfil; que promueva la estabilidad política y social en Madagascar; que lleve seguridad y respeto de los derechos humanos en Afganistán y Pakistán; que impulse el diálogo entre Nicaragua y Costa Rica; que favorezca la reconciliación en la Península coreana.

Que la celebración del nacimiento del Redentor refuerce el espíritu de fe, paciencia y fortaleza en los fieles de la Iglesia en la China continental, para que no se desanimen por las limitaciones a su libertad de religión y conciencia y, perseverando en la fidelidad a Cristo y a su Iglesia, mantengan viva la llama de la esperanza. Que el amor del «Dios con nosotros» otorgue perseverancia a todas las comunidades cristianas que sufren discriminación y persecución, e inspire a los líderes políticos y religiosos a comprometerse por el pleno respeto de la libertad religiosa de todos.

Queridos hermanos y hermanas, «el Verbo se hizo carne», ha venido a habitar entre nosotros, es el Emmanuel, el Dios que se nos ha hecho cercano. Contemplemos juntos este gran misterio de amor, dejémonos iluminar el corazón por la luz que brilla en la gruta de Belén. ¡Feliz Navidad a todos!